COLABORACIÓN: FRAGMENTO DE NOVELA DE ALEJANDRA CALIXTO SÁNCHEZ

AUTORA: ALEJANDRA CALIXTO SÁNCHEZ

Novela: En la pie del desamor

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Novela En la piel del desamor de Alejandra Calixto Sánchez,
Editorial Universo de letras

CAPÍTULO I

¿QUIÉN ERA YO?

«¿Por qué regresaste? ¡Estás loca! ¡Perdiste la oportunidad de tu vida! ¡No vas a encontrar algo mejor a tu edad!» Esta fue la letanía que reventó mis oídos cuando regresé a México del viaje que trastocó mi vida, con la autoestima hecha trizas y los sueños pulverizados. Pero esto a casi nadie le importó, mucho menos a mi familia en su afán de obtener respuestas que no quise dar. “¡Váyanse todos al diablo!”, pensé, sin atreverme a abrir la boca y escupirles mis verdaderos pensamientos, pero me los tragué dejándolos con la duda. Decidí callar… callar como lo hacen los cobardes que no se atreven a expresar lo que los mata por dentro: “Que cada quien especule, que cada quien se cuente su historia, que cada quien crea lo que le venga en gana”, me dije apretando la mandíbula. Si un día se dan el tiempo de leer lo que narro en estas páginas, encontrarán las respuestas, conocerán los motivos que tuve para regresar al lugar del cual huí; sabrán que fueron alguna de las razones de esa huida, y también, paradójicamente, de mi amargo regreso. Quizá así dejen de juzgarme y vociferar que perdí la oportunidad de tener un destino mejor.

¿Qué sucedió hace algunos años? ¿Quién era yo? Por el momento, es suficiente decir que mi nombre es Lilián Alcaza; en aquel entonces tenía 37 años, vivía con mis dos hermanas —menores que yo—, ambas madres solteras y con mis dos sobrinos.  Yo era la única —y sigo siendo— soltera y sin hijos, por eso veía en ellos, principalmente en el mayor, al hijo que quizá ya no engendré.  La relación con mis hermanas no era modelo de unión familiar, y aun empeoró al fallecer nuestra madre. La familia se desgajó en pedazos al morir la temible matriarca, el pilar e incuestionable sostén. ¿Y el papá? Su presencia no fue suficiente para mantenernos unidos, es una figura tan endeble como las estatuas de arena, y alejado, incluso geográficamente, de nuestras vidas… al menos más de la mía.

Vivía con mis hermanas, Mariana y Bianca, bajo el mismo techo, pero cada una en su propio mundo, con sus propios intereses y separadas por un pedazo de concreto; nuestros lazos eran más sanguíneos que fraternales. Solo coincidíamos principalmente en las noches y algunos fines de semana en el comedor o el baño. He de ser honesta, aunque hiera susceptibilidades: siempre fui ajena a ellas y ellas fueron ajenas a mí. Un poco menos con Mariana, la más joven de la familia, quizá porque antes de morir mi madre me la encargó con voz agonizante: «Cuida a mi gordita [así le decía de cariño], asegúrate de que estudie y tenga una carrera profesional para que sea alguien en la vida», misión que no pude cumplir. 

Ante ese panorama familiar, yo pasaba la mayor parte del tiempo en mi trabajo, ubicado en la Zona Rosa, que tiene un significado particular al ser testigo de hechos que sellaron mi camino.

Entonces, y aún ahora, colaboraba en una asociación civil que brinda atención a víctimas de delitos sexuales. Compartía la oficina con el maestro Daniel Ortiz, a quien considero mi consejero, protector y guía espiritual; era el padre moral que ambicionaba tener ante las carencias del mío. También estaba Irais, una de mis más entrañables amigas; inteligente, poseía una seguridad que yo estaba lejos de tener.  

Podría decir que profesionalmente estaba realizada porque ejercía mi carrera de Trabajo Social después de tocar infinidad de puertas; sin embargo, el desaliento de mi vida amorosa opacaba mis logros profesionales. La insatisfacción de mi corazón hacía concebirme desconectada del mundo, y perder poco a poco la pasión por mi trabajo; mi entusiasmo se fue extinguiendo hasta convertirse en un acto mecanizado y rutinario. Era una vela apagada sin ánimo de encenderse de nuevo. 

Estaba mermada al punto de perder la capacidad de disfrutar lo que tenía a mi alrededor —incluida a mi familia— por enfocarme en las carencias y depositar mi felicidad en alguien que estaba muy lejos de concebirme de la forma en que yo lo visualizaba. Él trajo a mi desierto camino un alud maravilloso de vida cuando el destino, la casualidad, Dios, o lo que haya sido, lo alinearon con mis pasos, carentes de dirección y movimiento. Ese alud de vida subsistió por un tiempo, menguó ante los ojos y se desmoronó entre los dedos de una mujer cada vez más desahuciada. Esa mujer era yo. 

CAPÍTULO II

ÉL, IRRESISTIBLEMENTE ÉL

¿Quién era Él? Un joven que irrumpió en mi vida dos años antes de que ocurriera el suceso por el cual fui juzgada. Su nombre es Héctor. Entonces tenía 23 años… sí, 12 de diferencia entre ambos. Este hecho fue decisivo para atizar la hoguera de comentarios lapidarios, sin miramientos, perpetuados por mis hermanas al estar bajo el dominio de una herencia matriarcal entrañablemente castrante. 

El destino nos entrelazó cuando accedí a nuestra primera cita. Fue ahí, en las calles de Hamburgo, cuando mi insípida vida social colisionó con el vigor de Héctor, un joven columnista de un periódico de prestigio que portaba bajo el brazo un mar de ilusiones, mientras que las mías resucitaron cuando lo miré a los ojos. Nunca olvidaré ese instante, lo tengo tan grabado que será lo primero que me lleve cuando Dios o el destino me arrebaten la vida.

Recuerdo cuando lo vi llegar a la tan presurosa primera cita. Yo me rehusaba por la diferencia de edades entre nosotros, aunada al hecho de sentirme añeja ante el arrojo natural de Héctor, que insistió descomunalmente para que accediera a verlo. No me consideraba atractiva en ningún sentido, pero la necesidad de resucitarme como mujer hizo que escuchara aquella voz proveniente del último hálito de esperanza que habitaba en alguna parte de mi cuerpo y que propició aceptara la invitación del jovenzuelo. Y así, de pronto, me vi esperándolo a las nueve de la noche, parada en la puerta de la cafetería. Héctor tenía algunos minutos de retraso y comencé a desesperarme: “¡No debí venir, no debí venir!”, pensé. Me reproché que, ante lo imprevisto de la cita, el maquillaje no fuera suficiente para ocultar la opacidad de mi rostro. Justo unos segundos antes de irme, lo distinguí entre la oscuridad; era demasiado tarde para escapar. Quedé paralizada cuando tuve ante mí su atlética y juvenil figura: vestía pantalón de mezclilla, camisa a cuadros, chamarra de pana y sus inseparables lentes que le dan un toque sensualmente intelectual. Llevaba una mochila. Su aplastante juventud arrasó mi evidente madurez dejándome muda. Héctor rompió el silencio con la sonrisa más bella que hasta ese momento yo recordara y se disculpó por el retraso. 

Entramos a la cafetería y me pareció que la luz acentuaba mis primeras arrugas, que ojos escrutadores se posaban sobre mí. Las manos me temblaban y el inmisericorde juez interno me taladraba sin cesar: “Estás haciendo el ridículo, toda la gente te observa y se ríe de ti.” Héctor interrumpió mis pensamientos para reiterarme su insistencia en verme antes de su viaje a Nueva York de dos semanas, al tiempo que su audaz mirada paseaba por mi figura, hecha un mar de nervios. Haciendo a un lado la timidez, me dediqué a observarlo detenidamente, deleitándome con su galanura, pero a la vez una sensación de incomodidad se negaba a abandonarme. Tenía la impresión de que la gente volteaba y susurraba a mis espaldas, lo que provocaba que me empequeñeciera ante los pensamientos que imaginaba podría tener: “¿Será su jefa, mamá o tía?” “¿Le habrá pagado?” “¿Será su amante?” Una vez más, Héctor interrumpió mis pensamientos y sus palabras me dieron un poco de alivio ante mis fantasías catastróficas. Un «te ves bien para tu edad» hizo que una parte de mi alma regresara al cuerpo, sin embargo, la incomodidad no desparecía del todo. Conforme transcurrían los minutos, su plática despreocupada me inyectó de seguridad; de pronto un comentario suyo hizo que mis mejillas se sonrojaran justo cuando la mesera se acercó a ofrecernos otra taza de café. Él sonrío ante la espontaneidad de mi reacción; por un momento pareciera que yo era la de 23, y él el de los 35.

El tiempo se nos fue en la charla más amena que recordara. Salimos de la cafetería con un frío intenso que se convertía en el pretexto ideal para que Héctor me tomara de la mano mientras caminábamos por Hamburgo con dirección a «no sé dónde». Me detuvo en la esquina para besarme sorpresivamente en esa noche fría bajo el calor de su cuerpo. Me abandoné a ese joven que me devolvía las ilusiones pérdidas y el vigor de rescatar a la mujer olvidada con sus deseos enflaquecidos. «Permíteme estar contigo unas horas aunque sea solo para abrazarte» fueron las palabras mágicas que me hicieron mandar al diablo a mi aterrador juez interno y asentir con la cabeza un «sí». Esa noche del 8 de octubre fue el reencuentro con mi erotismo ausente, que resucitó como lava ardiente en mis arterias. Esa noche me sentí como adolescente, pues regresé a casa de madrugada, entré sigilosamente a mi cuarto para no despertar a nadie, quería evitar cuestionamientos moralistas. 

Lo que siguió fue el inicio de una relación informal dentro de la formalidad, sin títulos de nada pero entregándonos todo; encuentros poco frecuentes cobijados por cuatro paredes a escasos metros de mi trabajo. A partir de ese momento fui asidua lectora de la columna financiera donde Héctor escribía; me enorgullecía ver su nombre en el periódico. No podía creer que alguien así pudiera interesarse en mí, pero cerré los ojos para disfrutar plenamente lo que estaba viviendo a su lado; momentos que fueron suficientes para sentirme de él y creer que él también era parte de mí.

Sin embargo, siguieron dos años de altibajos, de miles de distanciamientos que terminaban siempre en un regreso inminente. El amor desmedido que yacía en mi corazón, me hizo adjudicarle el único motivo posible de felicidad que yo pudiera tener, sin intuir que tiempo después se transformaría en una de las tantas razones para cavar un destino equivocado. 

CAPÍTULO III

LA DECISIÓN

Héctor se convirtió en mi razón de ser, a pesar de no involucrarme en su vida ni en sus proyectos. Al principio esa distancia no me importó, pero poco a poco crecía un sentimiento de insatisfacción. Me concentré en lo único estable que tenía: mi empleo. Sin embargo, mi trabajo ya no me apasionada ni interesaba, se convirtió en un acto mecánico donde solo buscaba cumplir con las horas reglamentarias. 

Traté de refugiarme en mis hermanas pero fue inútil, en ninguna encontré réplica. No las culpo, estaban con sus respectivas parejas en un mundo rosa, que yo envidiaba secretamente. Me convencí de que Héctor era el partido ideal para cualquier mujer, y, por ello, debía considerarme afortunada,  aunque me mantuviera a la sombra.

Sin poder comunicarme con mis hermanas, tendí un puente hacia Claudia, a quien considero mi hermana elegida, la que me hubiera gustado tener. Claudia y yo tenemos la misma edad y carrera profesional; y también compartimos el padecer relaciones difíciles con el sexo masculino. Reíamos siempre ante esta desafortunada coincidencia que nos unía más; no solo escuchábamos nuestras risas sino también fuimos testigos de nuestros llantos. Claudia me prodigaba palabras alentadoras, palabras jamás pronunciadas por mis hermanas; no se cansaba de fortalecerme ante los ya frecuentes desplantes de Héctor. Mi querida amiga tampoco escatimaba en decirme lo mucho que yo valía y que me diera un tiempo para mí y ver más allá de él y un empleo que ya no me inspiraba nada.

Fue así como empecé a planear mis próximas vacaciones sin tener la certeza del país al cual viajaría, de lo único que estaba segura era que sería del continente europeo. ¿Cómo lo decidí? Fue una tarde de primavera cuando al salir a comer con el Maestro Daniel e Irais —mi jefe y compañera de trabajo respectivamente— a un restaurante de comida vegetariana, les compartí mis ansias de viajar y escapar un poco de la rutina a un lugar tan lejos donde pudiera olvidarme hasta de mi nombre, desconectarme del mundo, de mi familia y del «chico del periódico», así como de mis intentos infructuosos de relacionarme con alguien más que no fuera Héctor. Simplemente quería escapar, desaparecer de todo y de todos. Para mi padre moral no pasaba desapercibido que algo me estaba sucediendo, ya había advertido mi cada vez más evidente apatía hacía el trabajo. He de decir que él no conocía mi historia con Héctor, a diferencia de Irais, quien siempre fue discreta con lo que yo le contaba. Más que mi jefe, el maestro Daniel era alguien que me escuchaba sin criticar ni juzgar. 

Ante mi confesión, un silencio abrumador se apoderó de los tres. Continuamos comiendo y retomamos la plática acerca de los pendientes en la oficina. El maestro Daniel fue el primero en retomar el tema al preguntarme: «¿A dónde has pensado irte esta vez de vacaciones?» «No lo he decidido, quiero ir otra vez a Europa», le respondí, recuperando el brillo en mis ojos y esbozando una sonrisa que ya no era común en mi persona. Terminamos de comer y durante el camino de regreso, él me tomó del hombro y con la sensibilidad que lo caracteriza me dijo: «Vas a encontrar la respuesta antes de lo que imaginas, y quizá la encuentres fuera de aquí.» 

Sus palabras nos impresionaron porque tanto Irais como yo conocíamos esa especie de percepción muy particular de nuestro jefe. Antes de doblar la esquina, una pareja de extranjeros que venía platicando detrás de nosotros captó mi atención. Escucharlos me sacudió, volteé a verlos y reconocí que hablaban en francés. En ese momento decidí el lugar de destino: Francia.

Les revelé cuál era mi elección sin confesarles mi arraigado anhelo de irme, no solo de vacaciones al otro lado del mundo, sino inclusive, iniciar una nueva vida porque a la mía no le encontraba sentido, a pesar de mis logros profesionales, por no tener lo que mi alma codiciaba desesperadamente: una relación estable con Héctor.

Con el destino resuelto, me inscribí en un curso para aprender francés. Las clases me devolvieron un poco del entusiasmo perdido, fueron también un estímulo para no seguir respirando el ambiente “hogareño”. La rutina se vio menguada cuando empecé a recorrer agencias de viaje para cotizar vuelos y buscar hospedaje; viajaría sola, de mochila, con mi soledad por compañera. Me concentré en mis clases deleitándome con el seductor acento del idioma; a pesar de no ser la mejor alumna, el profesor me tuvo paciencia ante mi pésima pronunciación. Un día, el profesor llevó a un joven francés radicado en México, quien impartió la lección; yo trataba de entenderle, con muy pocos resultados. Mi frustración fue tal que el joven se acercó para recomendarme que, si quería dominar el idioma, tendría que practicarlo con alguien de preferencia de origen francés. Mi mente empezó a trabajar a velocidad inusual para encontrar a ese “alguien” hasta que una idea brillante cruzó mi mente; no imaginé que esa idea iba a adquirir tal dimensión que rebasaría lo insólito e incluso fronteras.

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Semblanza:

Alejandra Calixto Sánchez, Psicóloga Social egresada de la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha participado en presentaciones de «Lectura en Voz Alta» en la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería (2018) y Feria Internacional del Libro del Zócalo (2018). De enero 2018 a la fecha, es Locutora y Titular del Programa de Radio “Café con Letras”, el cual se transmite en www.promoestereo.com . Es autora de la Novela “En la piel del desamor” (2018) publicada por el sello de “Universo de Letras”. Su cuento “Hay una enemiga en casa” fue seleccionado para formar parte de la antología “El cuento en cuarentena”, mismo que se encuentra disponible en: bit.ly/PSC40tena. Sus poemas han sido publicados en la Revista Literaria Vomito de letras, en el portal digital “Poemas del alma”, Circulo Literario de Mujeres, Revista Cultural Mood Magazine y Verso Destierro. Su selección poética fue parte #cóctelmolotovdepoemasincendiarios a cargo de la poeta Lina Zerón.   

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